Las grandes barreras de la innovación son el miedo al riesgo y la holgazanería. Y de esta colina no me muevo.
Veréis, el ser humano está programado para consumir la mínima energía posible. El cerebro genera procesos para ser más eficiente, de forma parecida a como hacen las empresas. Reconoce un evento y ejecuta una respuesta de forma inmediata, sin necesidad de pensar, lo que reduce al mínimo el gasto.
Es decir, a los humanos nos encanta que algo sea repetitivo y predecible, porque podemos ser más eficientes, y además la predictibilidad reduce el riesgo.
Y entonces llegas tú y se te ocurre una idea fantástica, tan innovadora que lleva a una disrupción, a un cambio abrupto que significa modificar la forma en que tus clientes, sean humanos o empresas, hacen las cosas.
El gran problema de la disrupción es la resistencia al cambio que ofrecemos las personas. Y las empresas, aún más.
El cambio implica dos cosas que queremos evitar a toda costa: esfuerzo y riesgo.
El esfuerzo es tener que aprender de nuevo a hacer algo que ya teníamos dominado. Es quemar energía en pensar, y nuestro cerebro lo rechaza por defecto. Y eso es algo que los especialistas en producto y diseño sabemos bien, porque lo sufrimos en nuestras carnes cada vez que tenemos que rediseñar una funcionalidad: por mucho trabajo que haya detrás, por mucho análisis que hayas hecho, por muchos test y pruebas que realices y por muy seguro que estés de que el cambio es a mejor, siempre va a haber un porcentaje enorme de gente quejándose por el cambio.
Piensa en cómo reaccionas tú cada vez que te cambian un botón en Instagram: rechazo. Y no digamos si te cambian la interfaz de ese programa que utilizas constantemente en el trabajo. El día se convierte en un drama que ni una novela de Emily Brontë.
En cuanto al riesgo, es evidente: ¿y si el cambio sale mal? ¿Y si no me adapto? ¿Y si no me gusta? ¿Para qué probar algo si con lo que tengo me apaño bien y voy tirando? ¿Merecerá la pena tanto esfuerzo?
Saltar esas dos barreras, esfuerzo y riesgo, es el objetivo de todo emprendedor disruptivo. Y solo hay una forma: convenciendo al cliente potencial, sea persona o sea empresa, de que lo que le ofreces es 10 veces mejor que lo que tiene ahora.
Solo ese 10X conseguirá mover la palanca para una adopción masiva, aunque no tiene por qué ser un 10X desde el primer día: a los innovadores quizá con un 3X ya les convenzas de probar tu producto, a los early adopters quizá necesites un 7X, y así sucesivamente.
Por eso en fases iniciales un MVP tiene sentido, pero según avances necesitarás cambios y mejoras que multipliquen el beneficio percibido. Y por eso el product market fit es un unicornio, un blanco móvil que evoluciona y cambia según lo hacen tus clientes potenciales.
Si no alcanzas ese 10X (percibido), conseguir que la gente supere su miedo y su holgazanería va a ser misión imposible.